Derecha. Izquierda. Gira la cabeza una y otra vez. El horizonte es igual en cualquier dirección. Vasto y misterioso. No hay plantas ni árboles. Está limpio, vacío. La arena blanca, más blanca que la nieve, brilla ante sus ojos. Nació y creció junto a la arena y al mar. Aunque nada sabe de nombres propios. No habla. En su mente no existen las palabras, sólo imágenes. Su garganta no pronuncia palabras, sólo sonidos. Su cuerpo se guía por acciones. El viento no es viento, el agua no es agua. El azul del mar no tiene color.
Una mañana despejada caminaba por la playa que no llama playa, y encontró un pez que no llama pez. Su mente reconoció lo desconocido y despertó dentro de su ser sensaciones que no había experimentado antes. Juguetea con el pez, lo mira, lo toca, lo aprieta. Nada había de vivo en él, estaba vacío. Lo tira al mar, flota, y vuelve a sus pies. Lo toma nuevamente, lo mira, lo toca, su peso es diferente, lo aprieta un chorro de agua sale despedido, le salpica la cara, quizá por primera vez su cuerpo reacciona con una risa pequeña pero risa al fin.
Se sienta sobre la arena cálida, y observa mar adentro, donde el infinito es más infinito que su propia mente. En un impulso se pone de pie.
Derecha. Izquierda. Gira la cabeza una y otra vez. El horizonte es igual en cualquier dirección. Observa el mar adentro. Comienza a caminar. El agua fría va alcanzando sus tobillos, luego sus rodillas. Sólo se adentra en el mar. En su mente no hay imágenes, no hay sonidos, las olas golpean su cuerpo suavemente, lo invitan a seguir. No se detiene. Se sumerge. El agua abraza su cuerpo. Saborea el líquido salado. Y avanza a la profundidad como si fuera un pez. Un pez vacío.